domingo, agosto 29, 2010

cada mil googleadas muere una sinapsis, o algo así

Acabo de leer un artículo en Elpais.com que dice lo siguiente: "Contamos con conexiones fáciles e instantáneas con el exterior -Internet, televisión, móviles...-, pero quizá no sabemos cómo acceder a nuestro interior"
Si bien en la nota se orientan a la cuestión emocional del insight y el conocerse a uno mismo, creo que lo mismo vale para el aspecto racional, del funcionamiento de la mente. Me pregunto si no estaremos abusando del googleo, o seré yo la que abusa. Aunque si existe el neologismo 'googlear', imagino que seremos unos cuantos que ante la menor duda tipeamos y damos enter sin pensarlo 1 segundo. Todo lo que pensamos, sabemos y hasta lo que imaginamos, por instantáneo que parezca, se genera en la mente por medio de conexiones neuronales que vamos conformando desde que nacemos. Si internet siempre se interpone entre pregunta y respuesta sin dejar al cerebro explorar distintas alternativas, seguramente algo vamos a perder. Quizás ganemos en otros aspectos, también es cierto que uno direcciona la búsqueda, que no es una absoluta pasividad, pero me suena a que esa comodidad se va a llevar algo de lo que fuimos. Posiblemente algo de nuestra inocencia, antes nuestro límite era nuestra imaginación, nuestro círculo más cercano y los libros de nuestra biblioteca, o la biblioteca de nuestro barrio. Ahora las respuestas son infinitas y tantas como internautas existen en la red. Sobreabundan las respuestas, pero las preguntas no se agotan, por suerte.

martes, mayo 23, 2006

Destino circular

Bocinazos, gritos, bullicio; neurosis citadina es lo que padece el Cairo como buena capital. Neurosis que encuentra un oasis en Zio; un café que corta una estrecha calle -de esas a las que los autos no tienen acceso de tan angostas -que se halla junto al mercado de flores.
Zio significa tío, y todos en el Cairo conocen al lugar como el café del tío. Allí las mesas son redondas y la gente se sienta al aire libre a leer el diario y beber la infusión de cafeína por las mañanas. Sirven un café típicamente egipcio, muy dulce y exquisito.
Era una mañana de rutina en el Zio. Dos cairotas tomaban café. Uno de ellos leía el diario, y el otro miraba la gente pasar fumando sin apuro un cigarro. Sobre la mesa estaba el atado de Cleopatra junto a la partida abandonada de dominó.
En otra mesa dos hombres morenos con una barba larga y prolija exhalaban un humo denso de sus bocas e invadían el aire con un aroma dulzón. A medida que fumaban, uno de ellos iba echando el tabaco en el brasero. Era un tabaco impregnado en miel que vertían en la "shisha"; elemento infaltable en el Zio y en cualquier lugar de Egipto.
Todas las mesas estaban ocupadas por grupos a excepción de dos en las que había dos hombres solos. Esa mañana se habían sentado en mesas contiguas. Uno de ellos vestía traje europeo de lino marrón con camisa blanca, corbata de nudo fino y zapatos impecables.
- Usted es extranjero, ¿no? -la pregunta se dirigió, en perfecto inglés con un casi imperceptible acento árabe, al hombre sentado en la mesa próxima a la suya
- Así es -respondió el otro, sorprendido de la acertada observación de ese desconocido y llamativo egipcio vestido de europeo. Los cairotas, en general, llevan túnicas denominadas "galabía" o visten sport.
La charla transcurrió en la calurosa mañana, deslizándose entre los dos hombres como un nexo lingüístico, en busca de un tema en común que la mantuviera. El egipcio sabía de Buenos Aires, aunque nunca había pisado Sudamérica, e incluso preguntó si Borges había nacido allí. El porteño lo igualó preguntándole por Naguib Mafuz, un escritor egipcio.
- Ah, usted leyó a Mafuz? -la literatura fue ese núcleo que los unificó en el interés. Pronto los dos hombres compartían la mesa en una charla mediada por cigarros Cleopatra y la brisa cálida del Mediterráneo.
El africano era de Alejandría, donde había practicado su profesión de abogado, se había casado y había tenido dos hijas. Ellas estaban casadas, tenían hijos y residían en el Cairo. Él se había trasladado allí, jubilado y viudo, hacía dos años.
El argentino le contó al abogado que había aprovechado el viaje para visitar Marsa Matruh, un lugar a 120 kilómetros de Alejandría. Desde pequeño un vecino suyo de Córdoba, Angelo Franceschini, le contaba que había luchado en la Batalla del Desierto en esa zona cuando las tropas de Hitler fueron derrotadas.
En el lugar del enfrentamiento, había ahora un cementerio para los caídos en combate. Un cementerio pulcro y prolijo, montado en una colina con vista al Mediterráneo.
- Marsa Matruh... ese lugar está siempre en mi memoria -la voz salió de los labios del egipcio mezclada con el humo del cigarro -y le contaré por qué...
El abogado vivía en Alejandría e iba una vez por semana a atender casos a un bufete de abogados en Marsa Matruh. Una mañana del año 1963 -veinte años atrás -acudieron a su estudio el policía del pueblo con dos monjes benedictinos. Estos vestían sus atuendos religiosos, y eran rubios de ojos celestes.
Los monjes eran de Bavaria, y necesitaban lugar donde alojarse y alguien que los guiara en su estadía. Como el policía del pueblo no hablaba inglés, ni mucho menos alemán, decidió acudir al abogado. Él les consiguió a los hombres lo que necesitaban y estuvo conversando amablemente con ellos.
Antes de irse, los monjes le contaron al abogado el motivo de la visita a Marsa Matruh. Ambos habían sido soldados del ejército alemán en la primera línea de combate en la Batalla del Desierto y habían sobrevivido el durísimo combate recluidos dentro de un pozo. Habían sobrevivo una masacre; el ejército alemán fue derrotado ese día.
En un alto de los estruendos explosivos y los gritos del combate, estos dos jóvenes, abrazados dentro de su trinchera, se prometieron que si salían con vida de ese infierno, se harían monjes. Pensaban que era imposible salvarse; pero al terminar el enfrentamiento, ambos estaban con vida.
Tras la batalla, los soldados quedaron prisioneros del ejército enemigo por unos días. Cuando estuvieron de regreso en Alemania, ingresaron al monasterio. Allí hicieron una nueva promesa: en veinte años volverían a Marsa Matruh a visitar a sus amigos caídos en combate.
Al abogado le resultó una historia interesante la de estos dos monjes que alguna vez fueron soldados y que llegaban a Marsa Matruh a cumplir con su promesa, y quedó en buena relación con ellos.
A la mañana siguiente, los monjes aparecieron de nuevo por el bufete y le contaron al abogado que habían estado en el cementerio y le habían dejado ofrendas a sus compañeros. Le comentaron que a la tarde irían a recorrer el campo de batalla; querían encontrar el pozo en el que habían salvado sus vidas hacía veinte años.
Entre las arenas de las Dunas del Aramein hay explosivos sin desactivar que fueron dejados allí desde la segunda guerra mundial. En un desatino, un explosivo abandonado fue pisado por uno de los monjes, muriendo los dos en el acto.
El policía del pueblo recurre nuevamente al abogado para que se encargue de los papeles de los alemanes quienes serían enterrados con sus compañeros, en el cementerio de Marsa Matruh.
- Me tomé una pequeña licencia... -el abogado se frotó las manos sobre la taza de café -les cambié la fecha de la muerte. Les puse el día, mes y año de la Batalla del Desierto y en sus tumbas una frase: "Tarde, pero llegamos"... Creo que ellos murieron esa noche con todos los demás soldados; sólo que el destino les dio una prolongación de veinte años -mirando al otro a los ojos continuó, apacible -Murieron en el lugar y por la mina que tendrían que haber pisado aquel día... La vida tiene cosas extrañas, ¿no le parece?